PRESENTACIÓN
Permite, lector amigo, que recuerde aquello que dijera sobre quienes pretenden expresarse con dignidad Vicente Espinel en su Vida del escudero Marcos de Obregón (1816): "El premio del que dice bien es la atención que se le presta".
Esa idea luminosa acaso deba estar siempre en el ánimo de quien se manifiesta y expresa en cualquier lengua; pero si la lengua no es la de uno, seguramente debe ser mayor el cuidado que se ponga en la elección de las palabras y la construcción de frases. El idioma, más el ajeno que el propio cuando de utilizarlo para la comunicación del pensamiento se trata, se nos presenta como un prado en primavera: hay que ser cuidadoso en la elección de las flores que habrán de componer el ramo de nuestro pensamiento.
Nada mejor para dar de uno mismo una idea óptima que la expresión justa, la palabra adecuada, la oración sencilla y organizada... Todo lo que no sirve para comunicar el pensamiento, todo cuanto sobra a ese fin sólo logra producir ruidos o entorpecer la comprensión del discurso.
Es difícil ser concisos, refrenar el alud de palabras que deseosas pugnan por hacerse un hueco en el papel o salir a nuestros labios. Porque hablar bien es ser mesurado, sentar la rienda al tropel de voces que recorren nuestro cerebro, y sobre todo elegir las palabras que convienen, evitar los términos atrayentes o las modas cuando no se encaminan a la mejor comprensión del lenguaje, como dijera en sus Instituciones Oratoria el retórico hispano-latino Quintiliano: "Verbum omne quod non intellectum adiuvat neque ornatum, vitiosum dici potest". Las palabras tienen una doble eficacia: adornar el discurso de forma que hagan de él una pieza atractiva y grata de escuchar o leer, y expresar con precisión el contenido de nuestro pensamiento.
¿Y cómo ser fieles a esa ley sabia que aconseja emplear sólo las palabras justas para exteriorizar una idea de forma bella? Ésa es la cuestión; ésa es la tarea más peliaguda del orador, del escritor, del estudioso de la lengua. El dominio del idioma viene no sólo de su conocimiento, sino de su administración y dosificación sabia. Palabras, las menos, y éstas destinadas a llegar a nuestro interlocutor no como suenan en general, sino como nos suenan a nosotros: deben llevar nuestro sello. Si es cierto que el estilo es el hombre, habrá que añadir que el estilo del hombre es su discurso. Conviene, pues, cuidar nuestra expresión; debemos insistir en la ampliación constante de nuestro conocimiento lingüístico. A este fin, lector amigo, acaso esté bien que veas en FIDESCU un colaborador en tan ingente tarea, un consejero y amigo.
Pancracio Celdrán Gomariz
Doctor en lengua y cultura española
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