La cita que encabeza este artículo se puede encontrar en el capítulo XXXVIII de la segunda parte del Quijote, si se consulta una edición que no haya sufrido una corrección de acuerdo con las normas actuales. Cervantes, como otros autores tanto clásicos como modernos, padecía de leísmo y laísmo, además de otros males de los que atormentan a los puristas.
Luce ahí como amuleto, para ahuyentar almas mortificadas que llegaran aquí con intención de acusar de homicidas de nuestra lengua a los que se desvían del camino y para dejar patente que «si Cervantes levantara la cabeza» lo que más le sorprendería es que haya tanta gente cultivada. Y tanta gente, en general.
El conflicto de los pronombres personales está provocado por la tendencia a sustituir el sistema etimológico (basado en el de casos del latín) por uno que privilegia la distinción, por una parte, de persona de cosa y, por otra, de género gramatical. Una singularidad respecto a otras lenguas romances que, sin embargo, está en armonía con la emancipación general del castellano del sistema de casos del latín.
En un ejemplo de leísmo muy extendido en la península: «lo quiero» es entendido por un gran número de hablantes como referido a cosa, mientras «le quiero» les resulta más propio para persona. Esta necesidad del castellano de diferenciar gramaticalmente las categorías de animado e inanimado se percibe también en el uso de a delante de complemento directo, que ya tratamos alegremente aquí. Algunas teorías incluyen un tercer par de opuestos en el engranaje: diferenciación entre referente continuo (no contable) frente a discontinuo (contable) que explica mejor el sistema.
Hay evidencias de leísmo, laísmo y loísmo en nuestra lengua desde época muy temprana. Las teorías más difundidas sitúan el nacimiento del leísmo en la época de Mio Cid o al menos hay «ejemplos reveladores de un nuevo criterio, que menoscaba la distinción casual para reforzar la genérica» según Rafael Lapesa en Historia de lengua española, obra muy recomendable y amena. El laísmo es algo posterior al leísmo y menos extenso, aunque llega a ser predominante en algunos autores del Siglo de Oro. Por su parte, el loísmo ha sido siempre un fenómeno más excepcional, aunque también temprano. En cuanto a los culpables, de sobra es conocido que Castilla fue el origen de todos los males y que Andalucía se libró del contagio a pesar de la Reconquista, de tal modo que sirvió de cortafuegos para el español de América.
Son incontables los estudios gramaticales que han intentado hallar las causas que pudieron desencadenar estos tres fenómenos, ligados entre sí, y de sistematizar el complejísimo entramado de variedades, excepciones y contradicciones que presentan, propósitos siempre ambiciosos para algo tan caprichoso y tan proclive al guirigay como es el lenguaje.
Las gramáticas tradicionales tenían como objetivo principal el estudio, como modelo de imitación, de los textos literarios, que reflejan un segmento de la lengua poco representativo, y sin tener en cuenta las variedades dialectales, de modo que consideraban un sistema como válido y el otro una desviación del uso culto. Así, los defensores de un sistema (el de Castilla, llamado referencial) y otro (el del combinado «resto del mundo», llamado etimológico) mantuvieron una encarnizada lucha por el predominio de uno de ellos. Ya sabemos quiénes ganaron, pero hubo un tiempo en el que los divergentes tuvieron el marcador a su favor. Lapesa relata así las primeras ofensivas normativas de la RAE: «En el siglo XVIII la pujanza del leísmo fue tal que en 1796 la Academia declaró que el uso de le era el único correcto para el acusativo masculino; después rectificó haciendo sucesivas concesiones a la legitimidad de lo, hasta recomendarlo como preferible».
Los episodios más beligerantes de las guerras del leísmo, el laísmo y el loísmo son narrados por Rufino José Cuervo (1), quien hace inventario de todo lo aportado al tema —desde Nebrija hasta que alcanzó su conocimiento— con un tono resabiado muy de agradecer, porque sin duda tendría menos interés atender ahora a don Rufino José si hubiera sido aséptico en lugar de aportar sus sensaciones, sospechas y comentarios al relato.
Así, de Gonzalo Correas (autor de la audaz obra Ortografia Kastellana nueva i perfeta) dice, a propósito de sus argumentos a favor del sistema de Castilla que «levantan la sospecha de haberse dejado llevar el gramático del espíritu de provincialismo que, más que en ninguna otra parte, dominaba en Salamanca, donde él era catedrático. Por ese tiempo vivían en constante rivalidad, y aun en guerra abierta, los estudiantes del Reino, ó sea los castellanos, con los de naciones, como eran apellidados, cual si fuesen extranjeros, los andaluces, extremeños, vizcaínos y demás de las provincias».
Con el mismo recelo cuenta las ofensivas del bando contrario: «No faltó uno de naciones que asentase con igual certeza la doctrina opuesta: el P. Juan de Villar, jesuita, nacido en Arjonilla […] escribió muy de propósito, como teniendo entre ceja y ceja a Correas, que había algunas equivocaciones en el uso de los casos de los pronombres; que le y les habían sido siempre dativos para los españoles […] Y concluye con decir que no sabe con qué fundamento se apartan del buen uso algunos modernos».
Igual de inspirado retransmite otros muchos episodios de la competición pronominal, incluidos los avances de la Real Academia Española, que, como ya nos había dicho Lapesa, al principio iba con los modernos. Así fue al menos durante las tres primeras ediciones de la gramática académica. No fue hasta la cuarta, de 1796, cuando condenó el laísmo y el loísmo, aunque se mantenía en el uso de le para acusativo. En 1854 se produjo el cambio respecto al acusativo, que paso a ser lo, a propuesta de Vicente Salvá. En Esbozo de una nueva gramática de la lengua española —obra de 1973 cuyo prólogo avisa con mayúscula sostenida de que carece de toda validez normativa por ser un proyecto de la nueva edición de la gramática— la Academia dice que «ninguna acción lingüística parece más conveniente, en beneficio del orden y la claridad, que dar paso, en lo posible, a las formas etimológicas» apoyando esta afirmación en el hecho de que la lengua literaria evita el dativo femenino en la, las (en un giro inesperado de los acontecimientos, después de dos siglos de represión) y la sospecha de que su mucho uso en el Siglo de Oro se produjera «como reproducción acaso de la lengua coloquial» (aunque se da en todo tipo de textos, no solo dramáticos). En el mismo párrafo considera otros «desajustes más inofensivos» por «plebeyos» (loísmo) o muy minoritarios (leísmos de contacto como el vasco).
En el momento actual, en el que la Nueva gramática es mucho menos rancia en sus planteamientos y exposiciones que el Esbozo, la norma se ha adaptado a un sistema llamado en ocasiones «de compromiso» (desde luego mucho más comprometido con el sistema etimológico que con el referencial) en el que se tolera algún tipo de leísmo, concretamente el más extendido en la zona etimológica. Nocaut.
En definitiva, la norma hizo que el uso se limitara a lo coloquial y actualmente la norma lo desaconseja porque su uso es limitado y no es propio de la lengua culta.
Una vez relatadas someramente las fluctuaciones normativas y antes de abordar el estado de la cosa, conviene señalar que, independientemente de su aceptación o no en un determinado momento, el leísmo es el uso de le(s) en función de complemento directo y que este se puede dar en alguna de sus formas, aceptadas por la norma o no, tanto en la zona cero del leísmo como en la zona de predominio etimológico. El hecho de que algún tipo de leísmo sea considerado correcto o menos grave se debe precisamente a su difusión, pero apartarlo del sistema disidente enmascara su naturaleza. Esta observación está inspirada en una visión popular de la cuestión muy polarizada (nada sorprendente, vista la tradición erudita) basada el la dicotomía erróneo-correcto.
Para conocer el estado actual de la variación dialectal de los pronombres, con mayor profundidad que los breves apuntes que vamos a ver, es recomendable consultar los trabajos de Inés Fernández Ordóñez, académica de la RAE, que investiga estos fenómenos desde una perspectiva sociolingüística —enfoque también emprendido por la lingüista F. Klein-Andreu— mediante el análisis de datos del lenguaje tanto escrito como hablado, de todos los niveles socioculturales, teniendo en cuenta aspectos extralingüísticos antes no considerados.
El análisis de los datos orales permite diferenciar las áreas en las que se da cada confusión y revelar la existencia de sistemas pronominales peninsulares diferentes al del español general, que son fundamentalmente tres: el vasco, el cántabro y el castellano referencial (2). Asimismo, permite descifrar algunas incoherencias que se venían explicando por la tendencia a diferenciar referentes personales de no personales, que no aclara porque se da más en masculino, y género, que tampoco ofrece respuesta a todas ellas.
El romance de la variedad vasca extiende los pronombres del dativo le, les (que no distinguen género) a los objetos directos animados (tanto femeninos como masculinos). Se explica por el contacto con el euskera, en un proceso similar al que se produce en el español de América en contacto con el guaraní o el quechua, lenguas con sistemas pronominales distintos y que tienen en común la carencia de flexión de género. El leísmo vasco no obedece a las mismas reglas que las distintas soluciones referenciales ni a las del leísmo de las zonas etimológicas del resto de la Península. Además de leísmo (con referente animado) presenta duplicación de dativos y elipsis de acusativos (ejemplificada por Miguel de Unamuno: «Si por ahí habláis de un libro, os contestarán: “Ya lo he leído”. Aquí con un “ya he leído” despachamos»).
Algunas teorías apuntan al leísmo del romance en el ámbito vasco, el más antiguo de todos, como origen de la extensión de le, aunque este hecho no explicaría por sí solo el sistema referencial, del que difiere sustancialmente, y tuvieron que intervenir otros factores y condiciones internas para favorecer la permeabilidad.
El cántabro prioriza la elección del pronombre según sea su antecedente continuo (no contable) o discontinuo (contable), distinción que tiene su origen en la influencia del asturleonés. En Cantabria y Castilla occidental el leísmo es para objetos directos solo masculinos y contables, tanto si son personales como no: «El libro le tengo, le veo (al niño)». No se da con no contables. Esto explica que el leísmo se generalizara con los referentes personales (siempre contables) pero no con los no personales, que pueden ser contables (en ese caso se elige le) o no contables (lo).
El sistema castellano es la evolución del cántabro eliminando totalmente la categoría de caso. Constituye un sistema dialectal paralelo, que se basa en las propiedades del referente atendiendo en primer lugar a la categoría de continuo o discontinuo y, si es discontinuo, al género y al número. Si bien no es unitario y presenta variantes internas y zonas de transición, el sistema referencial castellano se manifiesta con regularidad en la lengua hablada informal, mientras su presencia (salvo la del leísmo personal y masculino) se ve drásticamente reducida en contextos formales, tanto escritos como hablados. Es posible que muchos hablantes del área referencial ni siquiera se reconozcan en este sistema debido al reajuste al estándar. Para obtener registros amplios se recurre a los habitantes de zonas rurales y del estrato sociocultural más bajo, que conservan mayor fijación del sistema ideal de su zona. Se pueden consultar muestras de todos los paradigmas aquí.
Así pues, tenemos un sistema dialectal cuyo origen está en las raíces de la lengua, coherente con la eliminación de los antiguos casos latinos del castellano, persistente a pesar de la poca o nula tolerancia de la lengua estándar con la variación gramatical —y a pesar de conocer sus hablantes este estándar y renunciar a la variación en la lengua formal—, que ha evolucionado con un alto grado de fragmentación y que, aún hoy, no es estable a pesar de las intervenciones de la Academia. La condena del laísmo y loísmo ha conseguido en gran medida erradicar ambos fenómenos de la lengua escrita, pero no de la oral, lo que podría indicar que los hablantes no somos tan dueños de nuestra lengua como se suele decir, al menos sobre el papel, y que el prestigio del estándar normativo conduce a renunciar a rasgos dialectales. Sin embargo, la vertiente leísta —que goza de mayor prestigio y empuja a la ultracorrección ante la duda— sigue extendiéndose.
Tal vez el laísmo desaparezca también de la lengua oral —dicho esto sin aflicción alguna por parte de la que escribe— dejando cojo el sistema referencial sin que lleguemos a saber qué argumento interno motiva que una zona tan precisa del ámbito hispanohablante necesite distinguir entre hombres y mujeres, aunque siempre nos quedará el testimonio escrito de quien refleja en sus obras el habla coloquial:
No sé qué decirla, señora. Una servidora solo sabe cosas sueltas. El señor inglés, cuando ha bebido de más o está cachondo, con perdón de la palabra, siempre habla de un cuadro. Si hay relación o no la hay, servidora no lo sabe, pero se lo comento por si a la señora la sirve de referéndum. (Riña de gatos, Eduardo Mendoza, Premio Cervantes 2016)
Texto extraído de "Jot Down"